sábado, 9 de abril de 2016

LA PALABRA






Lectura del santo evangelio según san Juan (21,1-19):


En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera: Estaban juntos Simón Pedro, Tomás apodado el Mellizo, Natanael el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos.

Simón Pedro les dice: «Me voy a pescar.»

Ellos contestan: «Vamos también nosotros contigo.»

Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús.

Jesús les dice: «Muchachos, ¿tenéis pescado?»

Ellos contestaron: «No.»

Él les dice: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis.»

La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: «Es el Señor.»

Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos cien metros, remolcando la red con los peces. Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan.

Jesús les dice: «Traed de los peces que acabáis de coger.»

Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red.

Jesús les dice: «Vamos, almorzad.»

Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos.

Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?»

Él le contestó: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero.»

Jesús le dice: «Apacienta mis corderos.»

Por segunda vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?»

Él le contesta: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero.»

Él le dice: «Pastorea mis ovejas.»

Por tercera vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?»

Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez si lo quería y le contestó: «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero.»

Jesús le dice: «Apacienta mis ovejas. Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras.» Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios.

Dicho esto, añadió: «Sígueme.»

Palabra de Dios

COMENTARIO AL EVANGELIO: SIN JESÚS NO ES POSIBLE LA OTRA ORILLA


El encuentro de Jesús resucitado con sus discípulos junto al lago de Galilea está descrito con clara intención catequética. En el relato subyace el simbolismo central de la pesca en medio de mar. Su mensaje no puede ser más actual para los cristianos: solo la presencia de Jesús resucitado puede dar eficacia al trabajo evangelizador de sus discípulos.

El relato nos describe, en primer lugar, el trabajo que los discípulos llevan a cabo en la oscuridad de la noche. Todo comienza con una decisión de Simón Pedro: «Me voy a pescar». Los demás discípulos se adhieren a él: «También nosotros nos vamos contigo». Están de nuevo juntos, pero falta Jesús. Salen a pescar, pero no se embarcan escuchando su llamada, sino siguiendo la iniciativa de Simón Pedro.

El narrador deja claro que este trabajo se realiza de noche y resulta infructuoso: «aquella noche no cogieron nada». La «noche» significa en el lenguaje del evangelista la ausencia de Jesús que es la Luz. Sin la presencia de Jesús resucitado, sin su aliento y su palabra orientadora, no hay evangelización fecunda.

Con la llegada del amanecer, se hace presente Jesús. Desde la orilla, se comunica con los suyos por medio de su Palabra. Los discípulos no saben que es Jesús, solo lo reconocerán cuando, siguiendo dócilmente sus indicaciones, logren una captura sorprendente. Aquello solo se puede deber a Jesús, el Profeta que un día los llamó a ser «pescadores de hombres».

La situación de no pocas parroquias y comunidades cristianas es crítica. Las fuerzas disminuyen. Los cristianos más comprometidos se multiplican para abarcar toda clase de tareas: siempre los mismos y los mismos para todo. ¿Hemos de seguir intensificando nuestros esfuerzos y buscando el rendimiento a cualquier precio, o hemos de detenernos a cuidar mejor la presencia viva del Resucitado en nuestro trabajo?

Para difundir la Buena Noticia de Jesús y colaborar eficazmente en su proyecto, lo más importante no es «hacer muchas cosas», sino cuidar mejor la calidad humana y evangélica de lo que hacemos. Lo decisivo no es el activismo sino el testimonio de vida que podamos irradiar los cristianos.

No podemos quedarnos en la «epidermis de la fe». Son momentos de cuidar, antes que nada, lo esencial. Llenamos nuestras comunidades de palabras, textos y escritos, pero lo decisivo es que, entre nosotros, se escuche a Jesús. Hacemos muchas reuniones, pero la más importante es la que nos congrega cada domingo para celebrar la Cena del Señor. Solo en él se alimenta nuestra fuerza evangelizadora.

LA OTRA ORILLA


Entre nosotros, quizás nadie ha confesado con tanta firmeza y rotundidad su perfecto agnosticismo como alguien que dijo: «Yo vivo perfectamente en la finitud y no necesito más».

La actitud de esta persona puede resultar fuertemente escandalosa a más de un creyente poco acostumbrado a escuchar de cerca la confesión de un ateo. Y, sin embargo, es fácil que muchos «cristianos», aun sin atreverse a confesarlo explícitamente, se sientan identificados con sus palabras.

¿Por qué plantearse tantas cuestiones sobre Dios y la otra vida? Lo importante es aprender a aceptar con realismo esta vida sin «echar de menos a Dios» ni soñar con la vida del más allá.

Hablar de «resurrección» es síntoma de un infantilismo propio de quien vive todavía en un estadio pre-científico. Lo más sensato es despreocuparse de la otra vida. Sólo existe lo que tenemos ante nuestros ojos. No hay más. Debemos aprender a vivir y a perecer sin refugiarnos en ilusiones de pervivencia y resurrección.

La postura de este agnóstico, ¿no resulta demasiado segura y satisfecha para ofrecernos la verdadera clave de la suerte misteriosa que nos está reservada a los hombres?

¿Es ésta la postura «más sensata», o la resignación de quien se rinde ante lo inevitable, mientras en su interior todo es protesta? Sin duda, este mundo finito tiene un sentido válido y verdadero. Tiene sentido el amor de unos esposos, el nacimiento de unos hijos, el trabajo por una humanidad nueva, la lucha por unos tiempos mejores.

Pero la verdad de las cosas finitas sólo se ve desde su final. Y si un día todo va a perecer, surgen en nosotros preguntas que nos impiden vivir y morir con seguridad y satisfacción.

¿Por qué la vida, la fuerza y la salud tienen que caminar inevitablemente hacia su final? ¿Por qué el asesino tiene que triunfar sobre la víctima? ¿Cómo se puede hacer verdadera justicia a quienes a lo largo de la historia han muerto por defenderla? ¿Qué sentido tiene la vida infrahumana de los menos privilegiados de nuestra sociedad?

Los cristianos creemos que la vida del hombre, sin el horizonte de Cristo resucitado es «trabajar de noche sin lograr pescar nada definitivo».

Pero la noche tiene un amanecer. En medio del mar nos esforzamos por vislumbrar la orilla donde Alguien nos espera. A tientas, pero con fe, confiamos el futuro último de nuestra historia al Dios que ha resucitado a Jesucristo.


















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