sábado, 1 de abril de 2017

PALABRA DE DIOS

DOMINGO 5º CUARESMA - 2  DE ABRIL DEL 2017





COMENTARIO AL EVANGELIO POR PAGOLA: ASÍ QUIERO MORIR YO 

Jesús nunca oculta su cariño hacia tres hermanos que viven en Betania. Seguramente son los que lo acogen en su casa siempre que sube a Jerusalén. Un día Jesús recibe un recado: nuestro hermano Lázaro, “tu amigo”, está enfermo. Al poco tiempo, Jesús se encamina hacia la pequeña aldea.

Cuando se presenta, Lázaro ha muerto ya. Al verlo llegar, María, la hermana más joven, se echa a llorar. Nadie la puede consolar. Al ver llorar a su amiga y también a los judíos que la acompañan, Jesús no puede contenerse. También él “se echa a llorar” junto a ellos. La gente comenta: “¡Cómo lo quería!“.

Jesús no llora solo por la muerte de un amigo muy querido. Se le rompe el alma al sentir la impotencia de todos ante la muerte. Todos llevamos en lo más íntimo de nuestro ser un deseo insaciable de vivir. ¿Por qué hemos de morir? ¿Por qué la vida no es más dichosa, más larga, más segura, más vida?

El ser humano de hoy, como el de todas las épocas, lleva clavada en su corazón la pregunta más inquietante y más difícil de responder: ¿Qué va a ser de todos y cada uno de nosotros? Es inútil tratar de engañarnos. ¿Qué podemos hacer? ¿Rebelarnos? ¿Deprimirnos?

Sin duda, la reacción más generalizada es olvidarnos y “seguir tirando”. Pero, ¿no está el ser humano llamado a vivir su vida y a vivirse a sí mismo con lucidez y responsabilidad? ¿Sólo a nuestro final hemos de acercarnos de forma inconsciente e irresponsable, sin tomar postura alguna?

Ante el misterio último de nuestro destino no es posible apelar a dogmas científicos ni religiosos. No nos pueden guiar más allá de esta vida. Más honrada parece la postura del escultor Eduardo Chillida al que, en cierta ocasión, le escuché decir: “De la muerte, la razón me dice que es definitiva. De la razón, la razón me dice que es limitada”.

Los cristianos no sabemos de la otra vida más que los demás. También nosotros nos hemos de acercar con humildad al hecho oscuro de nuestra muerte. Pero lo hacemos con una confianza radical en la Bondad del Misterio de Dios que vislumbramos en Jesús. Ese Jesús al que, sin haberlo visto, amamos y, sin verlo aún, le damos nuestra confianza.

Esta confianza no puede ser entendida desde fuera. Sólo puede ser vivida por quien ha respondido, con fe sencilla, a las palabras de Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida. ¿Crees tú esto?”.

Recientemente, Hans Küng, el teólogo católico más crítico del siglo veinte, cercano ya a su final, ha dicho que para él morirse es “descansar en el misterio de la misericordia de Dios”.




EL DERECHO A MORIR MEJOR 

En poco tiempo se ha impuesto entre nosotros un nuevo estilo de morir. Hoy se muere más tarde y también de forma más lenta. Se muere con menos dolor, pero más solos. Mejor atendidos técnicamente, pero peor acompañados.

En otros tiempos, el moribundo era el auténtico protagonista de su muerte. Advertido de la proximidad de la última hora, él mismo presidía el acontecimiento: reunía a sus seres queridos, les daba las últimas recomendaciones, pedía perdón, recibía los sacramentos y se despedía hasta la otra vida. Rara vez sucede hoy así.

La muerte se va convirtiendo cada vez más en un proceso despersonalizado, confinado a los profesionales sanitarios, y vaciado en buena parte de su contenido humano y religioso. En muchos casos, el enfermo queda abandonado, a la espera de su muerte más o menos presentida, como si ya no fuera necesaria ninguna otra ayuda o acompañamiento, excepto el control de los aparatos de asistencia. Mientras tanto, una conspiración de silencio impide al enfermo preparar y vivir su muerte de forma más lúcida y responsable.

No es fácil entender cómo, en una sociedad aparentemente tan celosa de la dignidad de la persona, no se genera una reacción ante este estado de cosas y no se grita con fuerza el derecho a morir con más dignidad. La muerte pertenece a la persona y no a la medicina. El enfermo tiene derecho, no sólo a una asistencia médica que alivie su dolor y le proporcione la mejor calidad de vida posible. Ha de recibir también la ayuda necesaria para vivir su muerte de forma humana. Cuando ya no se puede curar, se puede y se debe aliviar, acompañar y ayudar a morir dignamente. Del mismo modo que nadie ha de vivir solo y abandonado, sin la ayuda necesaria para vivir con dignidad, tampoco se ha de abandonar a una persona sin la ayuda adecuada para enfrentarse a su muerte de forma digna.

El momento de la muerte recae hoy casi por completo sobre el equipo sanitario y, de manera particular, sobre las enfermeras. Son éstas las que ayudan más de cerca al moribundo, de forma muchas veces admirable. Pero no basta. El enfermo puede necesitar curar heridas que arrastra del pasado, enfrentarse a sentimientos de culpabilidad, abrirse confiadamente al misterio, reconciliarse con Dios, pedir perdón, sentirse aceptado, despedirse con paz.

Todo moribundo, cualquiera que sea su visión religiosa, su fe o actitud existencial, tiene derecho a ser mejor atendido en el momento de enfrentarse a la experiencia más densa y decisiva de su vida. Una organización más adecuada de la asistencia hospitalaria, una mayor atención de familiares y amigos, una actuación más responsable de sacerdotes y creyentes podría aliviar y hacer más humana la muerte de no pocos.

Y dichosos también hoy los que, solos o mal acompañados, mueran confiando en aquel que dijo: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá.»

El último evangelio, atribuido por la tradición a Juan, es un escrito que va a iluminar la vida de Jesús con una profundidad teológica nunca antes desarrollada por ningún evangelista.

Jesús no es solo el gran Profeta de Dios. Es «la Palabra de Dios hecha carne», hecha vida humana; Jesús es Dios hablándonos desde la vida concreta de este hombre.

Más aún, en la resurrección, Dios se ha manifestado tan identificado con Jesús que el evangelista se atreve a poner en su boca estas misteriosas palabras: «El Padre y yo somos uno», «el Padre está en mí y yo en el Padre».

Por supuesto, Dios sigue siendo un misterio. Nadie lo ha visto, pero Jesús, que es su Hijo y viene del seno del Padre, «nos lo ha dado a conocer». Por eso Juan va narrando los «signos» que Jesús hace revelando la gloria que se encierra en él, como Hijo de Dios enviado por el Padre para salvar al mundo.

Si cura a un ciego es para manifestar: «Yo soy la luz del mundo. El que me siga no caminará a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida».

Si resucita a Lázaro es para proclamar: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá».

A la luz de la resurrección, el evangelista revela que el objetivo supremo de Jesús es dar vida: «Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia».

Es lo único que Dios quiere para sus hijos e hijas. «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para salvarlo» .

A la luz de la resurrección todo cobra una profundidad grandiosa que no podían sospechar cuando le seguían por Galilea.

Aquel Jesús al que han visto curar, acoger, perdonar, abrazar y bendecir es el gran regalo que Dios ha hecho al mundo para que todos encuentren en él la salvación.









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