sábado, 22 de octubre de 2016

PALABRA DE DIOS

EVANGELIO DEL DOMINGO 23 OCTUBRE 2016 - Dia del DOMUND


Lectura del santo evangelio según san Lucas (18,9-14):

En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: "¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo." El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador." Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.»

Palabra de Dios



COMENTARIO


Entre los judíos la oración, aun la personal, era vocal, es decir pronunciando palabras, de pie y con las manos elevadas. Era, pues, notorio lo que uno estaba diciendo y haciendo. Podía lucirse como el notable fariseo de la parábola, o podía hablar sencillamente a Dios de su indigencia, como lo proclamaba con dolor el marginado. Uno escogía un lugar donde lo vieran, y el otro un rincón avergonzado. La obsesión por el cumplimiento preciso de la Ley daba lugar a que los fariseos se separaran del resto de la gente. 

La palabra fariseo significa precisamente “separado”. Querían ser escrupulosos en el cumplimiento de las leyes, pero su vida espiritual tendía a limitarse a lo exterior. Se creían superiores a los demás y despreciaban al resto de la población que calificaban de inculta e impía. Los publicanos eran los encargados de cobrar los impuestos. Un publicano era un pecador y un colaboracionista del poder dominador romano, con lo que ayudaba a la continua erosión de la fe judía. No les estaba permitido participar en la Sinagoga, ni en las fiestas religiosas de la fe israelita. Ambos suben al templo para orar: El fariseo lo hace de pie e iniciando de forma laudable su plegaria: “Te doy gracias, Señor”. Pero enseguida resbala: “Yo no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros”. Y al ver allá abajo a un cobrador de impuestos añade: “Ni tampoco como ese publicano. El publicano, ora también, pero su actitud es muy distinta. Se ha quedado a las puertas del templo, tratando de esquivar las miradas de quienes le conocen por su oficio. No levanta las manos ni los ojos al cielo. Se reconoce pecador. - El fariseo es orgulloso y autosuficiente: no necesita de Dios; él mismo se considera perfecto como si fuera Dios. Vive de cara a la pantalla, va siempre con la mentira por delante, pretendiendo engañar a Dios y a los demás. El publicano nada tiene que ocultar. Buscando la verdad siempre puede encontrar a Dios. Él se abre al Dios del Amor que predica Jesús y ha aprendido a vivir del perdón sin vanagloriarse de nada y sin condenar a nadie. 

Jesús concluye su enseñanza con un severo dictamen sobre estos dos estilos de oración: “Yo os digo que éste – es decir el publicano – bajó justificado a su casa y aquél, es decir el fariseo, no”. La palabra de Jesús nos toca el alma y de modo instintivo, buscamos situarnos junto al publicano. ¿Fue justo Jesús justificando al publicano y condenando al fariseo? Sí porque no condenó al fariseo por las cosas buenas que hacía, sino por la soberbia con que las hacía y, sobre todo, por el desprecio que mostró hacia el humilde publicano. El publicano salió justificado porque su humildad y su arrepentimiento lo habían llevado a confiar en la misericordia de Dios. Así lo afirma, en frase lapidaria Jesús: El que se enaltece será humillado y el que se humilla será ensalzado. Qué oportuno es recordar aquella humilde plegaria: "Señor dame una alforja para que en su parte delantera ponga y vea mis propios defectos y, en la parte de atrás, no vea los de los demás” Orar es poner abiertamente la propia vida ante Dios, que nos ama tal como somos. Dios nos conoce bien. Orar es ponerse ante Dios con humildad y sin disfraces. Esta es la gran lección del Evangelio de hoy. 




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